El bar del pueblo
No es pueblo para forasteros
La semana pasada estuve recorriendo algunos pueblos de Lleida. Estuve trabajando en una serie de fotografías que espero poder compartir pronto. El último día, antes de marcharme, decidí entrar en uno de los dos bares del pueblo principal, donde me había quedado.
No tenía ninguna razón concreta, más allá de despedirme del lugar con un gesto simbólico. Pero desde fuera, el bar no me gustó. Tenía una terraza desangelada en una esquina sombría. Todo el ambiente era hosco. Aun así, me convencí de que debía hacerlo: entrar, pedir algo, observar.
Dentro, el bar era aún más desagradable. Oscuro, frío, con un televisor enorme sintonizado en TVE. No tengo nada contra el canal, pero me sorprendió verlo en un pueblo claramente independentista.
Me senté en la barra y pedí un té. A esa hora, las diez de la mañana, solo había un hombre sentado en una mesa, encorvado sobre su cerveza. El local lo llevaban dos personas del Este de Europa —no sabría precisar más—, y desde la cocina se oían ladridos de dos perros encerrados en un cuarto. Nada acogedor. Pero yo estaba allí para mirar.
Observé los detalles. La barra desordenada, una cafetera antigua, unas botellas mal colocadas. Y cuando los dos propietarios entraron un momento en la trastienda, saqué la Ricoh y disparé unas cuantas fotos. Cuatro o cinco, no más. Me atrajo el contraste con lo que solemos ver en redes: cafés brillantes, platos perfectos, interiores bonitos. Aquí no había nada de eso. Solo una escena cruda, abandonada, real.
Era justo eso lo que estaba trabajando en mi serie: la ausencia. Los rastros de vida que quedan flotando en lugares que parecen ya habitados solo por ecos. Aquella cocina era eso: una estela en el mar.
Me giré para ver si el hombre de la mesa seguía allí. Seguía. Y me miraba con una intensidad fuera de lugar. Me dijo, en voz alta y firme, que me había visto, que sabía lo que había hecho, y que no sabía con quién estaba tratando. Esa frase me hizo recordar algo: el que tiene poder real no amenaza. Lo ejerce. Él amenazaba.
Se levantó tambaleante, con una barriga prominente y una pierna que cojeaba. Llevaba al menos dos cervezas encima, a juzgar por el olor y la hora. Me apuntó con el dedo y empezó a soltarme frases con tono acusatorio. Le respondí tranquilo, que solo había hecho unas fotos de los objetos del bar. Me dijo que eso no se podía hacer sin permiso. Que mi actitud era sospechosa. Le expliqué que la esencia vieja del lugar me había llamado la atención, que por eso saqué la cámara. Pero ahí entendí que quizá ya había cometido el error: no leer bien la situación.
En ese momento salieron los dos propietarios del cuarto trasero. Él les explicó lo ocurrido, inflando la historia. Y ahí empezó lo peor: se colocaron a mi alrededor, me hablaban con tono tenso, casi violento. Me exigieron ver las fotos. Accedí. Se sintieron vulnerados. Me dijeron que aquello era privado, que ese bar era su casa. Que no tenía derecho a fotografiar nada.
Les dije que si querían, borraba las fotos. Que no había fotografiado a nadie. Solo objetos. Cosas visibles para cualquier cliente. Pero no fue suficiente. Me pidieron la cámara. Me negué. Vieron cómo borraba las fotos, pero no se fiaban. Querían ver más. En una apareció el exterior del bar y me increparon por ello. Otro cliente —que hablaba su idioma— entró en escena, y la tensión aumentó.
Yo trataba de explicar que era fotógrafo, que estaba trabajando en un proyecto sobre la vida de los pueblos. Pero ellos solo veían un intruso. Una amenaza. Me rodearon. Me desconfiaron. Me leyeron como alguien peligroso.
La mujer volvió al cuarto y revisó las fotos. Me dijo que esperé a que entraran para disparar. No mentía. Pero mi intención no era mala. Solo quise atrapar una escena que estaba ahí, delante de mí, tan tangible como abandonada.
Me dijeron que ya habían tenido problemas antes. Que no se puede fiar uno de nadie. Que no querían más robos. Me trataron como un delincuente.
Salí afectado. Aunque antes de irme, me terminé el té. Me acerqué al tipo de la mesa y le dije, con calma, que no se podía tratar así a la gente. Que no me extrañaba que el bar estuviera vacío, con ese ambiente tan opaco. Me disculpé con los dueños y me fui.
No volví a hacer fotos ese día.
No me siento mal por lo que hice. No fotografié personas. No robé nada. Pero sí creo que debo aprender a leer mejor las situaciones. Esa reacción tan desproporcionada me dejó con la sospecha de que algo esconden. Quizá no. Quizá simplemente viven con miedo.
Días después miré la ficha de Google del bar. Varios usuarios habían subido imágenes del interior, incluso de la barra, con más luz que la que había cuando yo entré. Pero claro, yo no iba con intención turística. Yo miraba de otra forma. Y eso se nota.
Quizá fue solo eso: un mal día, un mal lugar, una mala energía. O quizá se cocina algo más, nunca lo sabremos.
Las fotos ya no existen.
Pero la historia, al menos, queda aquí.
El primer día del Génesis
Viajando a otro lugar —en concreto, a Lavapiés, Madrid—, hace un par de semanas compartí un rato con Rodrigo Roher. Primero en la calle, compartiendo una bebida, y luego frente a los micrófonos de Humanistas Sin Complejos, donde grabamos una charla que merece ser escuchada con calma y atención.
Rodrigo tiene una cabeza bien amueblada, generosa, con una mirada fotográfica cultivada a base de experiencia, intuición y calle. Hablar con él fue como detenerse en un negativo todavía por revelar: había algo latente, lleno de densidad, y al mismo tiempo preciso.
Pronto publicaré el episodio del podcast, y quizá comparta por aquí algún fragmento. Mientras tanto, os dejo el enlace a su último trabajo: Génesis Canari.
Este fotolibro nace de su vínculo con Canarias, forjado desde su primera visita a la tierra de su familia política. Desde entonces, su relación con ese entorno ha ido creciendo, complejizándose, transformándose. Rodrigo relata ese vínculo no desde el diario personal ni desde la postal turística, sino desde una estructura simbólica poderosa: la del Génesis bíblico.
Cada capítulo del libro se articula a partir de fragmentos del texto sagrado. A través de esas referencias, Rodrigo nos propone una lectura íntima de las islas, casi como si asistiera a su creación personal de ese territorio. Las fotografías no describen: evocan. No ilustran: sugieren una forma de habitar, de mirar y de ser mirado.
Me comentó que no suele imprimir muchos ejemplares de sus libros, pero que todavía quedan algunos disponibles. Os dejo el enlace por si os interesa sumergiros en ese mundo que es suyo y que, al mismo tiempo, podría ser de cualquiera que haya sentido lo que significa empezar a pertenecer a un lugar nuevo. Os dejo unas fotografías y el enlace de la web: https://www.rodrigoroher.com/books.html
Mi intercambio mostoleño
Por último, en el boletín de hoy quiero compartir el trabajo que recibí en el intercambio analógico organizado por Disparafilm. Me lo envió Almudena, una chica de Móstoles que trabaja en un laboratorio en la Villa de Móstoles, un centro cultural del municipio.
Puede que la semana que viene me acerque a conocer el espacio. Y si lo hago, quizá también comparta algo por aquí.

Antes de cerrar este boletín, quería lanzaros una pregunta: ¿esto que escribo tiene algún interés para quienes lo leéis?
Para mí, sin duda, tiene mucho valor. Me ayuda a repasar, a entender, a poner en palabras todo lo que voy viviendo en este viaje creativo. Mi intención es seguir compartiendo este proceso, por si a alguien —quizá tú que estás al otro lado— le sirve de referencia o compañía.
Cuando uno se plantea tomar un camino paralelo, fuera de lo establecido, suele llegar la duda, la incertidumbre y, muchas veces, la soledad. Si este boletín puede funcionar como una hilera de migas de pan para quien viene detrás, entonces todo esto tiene sentido.
O eso quiero creer.
Gracias por estar ahí.
Nos vemos en el próximo boletín.